Escritor y periodista. Ha estado vinculado al periódico El Tiempo, a la vez que ha escrito obras como Antonio Nariño, filósofo revolucionario, El Corazón del Poeta, Los jóvenes Santos y El Arzobispo de Terciopelo, entre otros.
Una rápida encuesta entre quince personas, en distintos lugares de la capital, sobre la pregunta “¿sabe usted cuál es la única pieza arquitectónica de art nouveau que hay en Bogotá?”, arrojó una respuesta unánime: “No sabe/No responde”.
En realidad muy pocos lo saben en Bogotá, aunque se trate de una edificación familiar para los bogotanos desde 1924: el Cine Faenza, comenzado en 1922, en el local de la calle 22 con carrera quinta, que pertenecía a la Fábrica de loza Faenza, y “que será el mejor de la ciudad”. Los arquitectos Arturo Tapias y Jorge Muñoz concibieron el diseño del nuevo cine dentro del más puro refinamiento del art nouveau, una manifestación espiritual que había imperado en el mundo desde finales del siglo XIX en todas las expresiones intelectuales: la pintura, la literatura, la escultura, la música y, sobre todo, la arquitectura. El art nouveau había nacido del prerrafaelismo y tuvo gestores como Dante Gabriel Rossetti y Toulouse Lautrec. La prosa art nouveau dio escritores como el francés Marcel Proust, el estadounidense Francis Scott Fitzgerald, el británico Oscar Wilde o el colombiano José Asunción Silva, entre muchos otros. Por su parte, la arquitectura art nouveau tiene en México numerosos y brillantes ejemplos; pero en América del Sur sólo hay cinco. Uno de ellos es el Teatro Faenza de Bogotá, de acuerdo con un inventario efectuado por la Unesco.
La inauguración del Cine Faenza en 1924 fue todo un acontecimiento en la capital de la república y marcó el comienzo de una nueva era en nuestra arquitectura y en nuestras costumbres. De pronto Bogotá comenzó a adquirir un aire cosmopolita y la vida nocturna se llenó de luces de neón y de trasnochadores que, al salir de las funciones del Faenza, no querían regresar tan pronto a sus hogares. Después del Faenza adquirió Bogotá un tono más refinado, elegante, alegre y de buen gusto, que se conservó hasta mediados de los cincuenta. Por desgracia, la extensión de la ciudad hacia el norte trajo la decadencia y el abandono de nuestro centro histórico, y el Teatro Faenza se convirtió en un cine de segunda. Menos mal que fue declarado patrimonio nacional en 1975; de lo contrario, las picas demoledoras ya hubieran dado cuenta de él, como ha ocurrido con tantos otros edificios que se llevaron parte preciosa de nuestra memoria arquitectónica.
El rescate del Cine Faenza —o Teatro Faenza, como también se le llama—, emprendido por la Universidad Central, es un momento clave para la recuperación del centro histórico de Bogotá como un sector cultural que marca y determina la vida de la metrópoli. A colaborar en esta tarea grandiosa estamos obligados todos los ciudadanos y debemos acudir, sin reserva, en apoyo de la tarea de reconstrucción que las universidades bogotanas adelantan en el centro, o en lo que los europeos suelen denominar como “la City”: un lugar sagrado de la urbe.
El Faenza, en el pasado, fue emblema de grandeza espiritual; ha sido en el presente dedo acusador de la incuria con que las ciudadanos y las autoridades han maltratado el corazón de la ciudad; deberá ser otra vez un emblema del espíritu generoso y del talento que las nuevas generaciones de bogotanas y de bogotanos demuestran en el amor a su ciudad.